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RETRATOS DE MUJERES 423

distracciones. Tendría el más grande agradecimiento al escritor que entretuviese agradablemente mi sensibilidad y mis pensamientos aunque sólo fuese uno o dos días. — ¡Dios mío! señora, replicó el abate, si yo pudiese... — Vos podéis, interrumpió la baronesa. — No, yo no podría —dijo el abate—, mi estilo parecería insulso comparándolo con el de los escritores del día. ¿Se mira marchar a un hombre que marcha sencillamente, cuando se está acos- tumbrado a ver saltos peligrosos? — Sí, dijo la baronesa, se miraría como marchaba a cualquiera que lo hiciese con gracia y rápidamente hacia un fin interesante. — Lo intentaré, dijo el abate. Las conversaciones que tuvimos días pasados acerca de Kant, su doctrina y su deber, me han recordado a tres mujeres que he visto. — ¿Dónde? preguntó la baronesa. — En vuestro propio país, en Ale- mania, dijo el abate. — ¿Alemanas? — No, francesas. Me he convencido cerca de ellas de que basta para no ser una persona depravada, inmoral y totalmente desprecia- ble y odiosa, tener una idea cualquiera del deber, y algún cuidado por cumplirlo se llama nuestro deber. No impor- ta que esta idea sea confusa o borrosa, que nazca de una fuente o de otra, que se funde en tal o cual fin, y que nos sometamos más o menos imperfectamente. Me atrevería a vivir con todo hombre o toda mujer que tuviera una idea cualquiera del deber”.

Sobre esto un gran debate. Un kantiano da una expli- cación del deber, idea universal, indestructible; un teólogo protesta de esta explicación y quiere recurrir a la inter- vención divina; un aficionado que ha leído a Voltaire y a Montaigne, duda de que un salvaje apruebe nada parecido de lo que el kantiano proclama. — ¿Qué sabéis vosotros? dice el abate. — Id a escribir, le dijo la baronesa. — El abate trae bien pronto su cuento de las Tres mujeres.

Emilia es una emigrada de diez y seis años que ha perdido a sus padres, sus últimos medios de existencia y la esperanza de encontrar ninguno. Josefina, su don-