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RETRATOS DE MUJERES 411

che, hora de la cena, y la señorita de La Prise dice miran- do al reloj: “Señores, cuando yo era rica no sabía dejar a la gente que se marchase, y como tampoco lo he apren- dido desde que no lo soy, si ustedes quieren cenar con- migo me harán un gran placer”. Se quedan, la alegría crece, y la propia señora de La Prise no riñe más.

“A las diez (habla Meyer), un pariente y su mujer vinieron. Se ha hablado de las noticias, entre otras, del matrimonio de una joven del país de Vaud que se casa con un hombre muy rico, pero muy tosco, amando ella apasionadamente a un extranjero que no tiene fortuna, pero sí mucho talento y mérito. ¿Y le ama ella? — ha preguntado uno. Dicen que sí; tanto como ella es amada. — En ese caso creo que se equivoca — dijo M. de La Pri- se. — Pero es muy buen partido para ella; dijo la madre, esa muchacha no tenía nada, ¿qué podría hacer mejor? — Pedir limosna con otro — dijo entre dientes la señorita de La Prise mezclándose en la conversación. — ¡Pedir limosna con otro! — repitió su madre. Mirad qué buenos propósitos de una muchacha. ¡Creo que realmente está loca! — No, no; no está loca, tiene razón —dijo el padre—. Eso me gusta a mí y es lo que yo pensaba cuando me casé contigo. — ¡Oh, bien, buen negocio hicimos! — No tan malo, dijo el padre, puesto que nació esta hija.

“Entonces la señorita de La Prise, que desde hacía un momento se había inclinado sobre su plato cubriendo sus ojos con ambas manos, se arrodilló ante su padr=, cogien- do las de su padre y cubriéndolas de besos y de .ágrimas. Oímos tiernos sollozos. Fué aquel un cuadro imposible de pintar. M. de La Prise, sin decir nada a su hija, la le- vantó, y la sentó en una silla delante de él, sujetándola con una mano y limpiándole las lágrimas. Nadie hablaba. Al cabo de unos momentos se levantó, y sin volverse, salió del comedor. Yo me levanté para cerrar la puerta, que había dejado abierta. Todo el mundo se levantó. El conde Max cogió su sombrero y yo el mío.