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410 MADAMA DE CHARRIERE

guntes a nadie; no te entenderán! Interrógate a ti misma. Adiós.”

Y Meyer es digno de ella por el espíritu. Escribiendo a su amigo Godefroy, no permanecen ocultas sus delica- dezas de alma súbitamente reveladas:

“¿Encuentras el estilo de mis cartas cambiado, mi que- rido Godefroy? ¿Por qué no decirme si es para bien o para mal? Pero me parece que debe de ser para bien, aun cuando yo hubiese cambiado para mal. Ya no soy un niño, es ver- dad, y casi debería decir, es demasiado verdad. Pero al fin de cuentas, puesto que la vida avanza, es preciso que avancemos también nosotros. (Que se quiera o no, se cam- bia, nos instruímos y somos responsables de nuestras ac- ciones. La despreocupación se pierde, la alegría sufre; pero si la circunspección y la dicha quieren ocupar sus puestos no tenemos por cué lamentarnos. ¿Te acuerdas de Huron, que leíamos juntos? Allí dice que la señorita K... (no me acuerdo de su nombre) se convirtió en una persona. Yo no comprendía lo que quería decir persona, pero ahora lo comprendo. Comprendo que pague la expe- riencia que adquiero, mas querría que otros no la pagasen por mí. Esto es, sin embargo, muy difícil, pues nada hace- mos solos ni nada nos ocurre a solas”.

Es preciso omitir (aunque lo mejor habría sido impri- mirlo aquí extensamente) todo este libro desconocido que no habría ocupado más que el espacio de un cuento. Pero continúo glosando. Un encuentro en un día de lluvia, al regreso de un paseo, hace que Meyer y su amigo el conde Max hagan compañía a la señorita de La Prise, quien de- lante de su casa les invita a entrar. Este cuarto interior nos ha encantado. Se improvisa un concierto muy agra- dable; Meyer toca muy bien el violín, la señorita de La Prise le acompaña, y no podría encontrar mejor embo- cadura una flauta que la del conde Max, y la flauta es un instrumento que llega al corazón más que ningún otro. El tiempo pasa de prisa. Son ya casi las nueve de la no-