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RETRATOS DE MUJERES 387

salió, las puertas y los corredores estaban llenos de gente ansiosa de verla pasar. Le hicieron prometer que volvería y que haría el envío de buenos libros. Pero otras emo- ciones sobrevinieron; no volvió más, y en esta falta de consecuencia se veía la falta de disciplina, de orden fijo y de doctrina definida que existían en Madama de Krudner.

Cuántas veces, cuando se le cercaba con preguntas acerca de esta doctrina, cuando se la interrogaba acerca de la fuente de sus testimonios, y cuando se le decía sobre sus místicas ideas: ¿Quién sois vos? ¿De dónde venís?, se contentaba con hacer un gesto indicando a Empeytas, quien contestaba: “Yo os explicaré todo eso”, y el viento de la inspiración cambiaba, y la explicación no era nunca más concreta.

Esta vacilación existía en todos los resultados y en todas las acciones de su vida, Acaso hubiese salvado a Labedoyere si hubiese obedecido a un solo pensamiento; pero las sugestiones diversas se sucedían, la inspiración variaba a gusto de la última persona que veía, y una de las personas hostiles a Labedoyére había tenido gran cui- dado en no abandonarla sino pocos instantes antes de que llegase el emperador Alejandro, el cual encontró la inspiración clemente combatida y enfriada.

Su sensibilidad y su imaginación, no contenidas, em- prendían una loca carrera. Sus ilusiones sobre las cosas eran extremas y las tuvo fácilmente en todo tiempo. Un día, en 1815, a un amigo que la venía a ver e la hora de su oración, le decía: “Grandes obras se realizan; todo París joven...” Y este amigo que salía del Palacio Real, en donde había visto comer a todo el mundo, no pudo desengañarla como habría querido. Este es un rasgo muy de ella que, mujer mundana, se había figurado de buen grado que Gustavo o algún otro había muerto de amor por ella? * ?

1 “¿Cómo? —replicaba alguno ante quien ella decía que habla muer-

to—, ¿Muerto? ¡Si está en Ginebra!” — “¡Oh! querido amigo —exclamaba ella—, no está muerto pero no está mejor por esto”.