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386 MADAMA DE KRUDNER

na comunicación con el que había perdido, y que ya se revelaba a su santa amiga. En aquel castillo cerca del campo de Vertus, todos los que rodeaban a Madama de Krudner predicaban más o menos siguiendo su ejemplo; su hija y su yerno predicaban a la familia del viejo gen- tilhombre que los alojaba, y hasta la joven doncella predicaba al viejo criado del castillo. Algunas palabras cambiadas en el encontrarse no importaba con qué mo- tivo ni en qué lugar, se convertían en seguida en pre- dicaciones. El respeto y la admiración que ella inspiraba, corregían el efecto que producían los sermones de los que la rodeaban. Muchos burlones de París que iban a oírla a su gran salón del Faubourg Saint-Honoré, abierto a to- dos, volvían si no convencidos al menos encantados de su persona. Cualquiera de su conocimiento familiar que se jac- taba de haber sido fuerte, en cuanto no estaba en presencia de ella comenzaba a predicar siguiendo su ejemplo. Tenía una elocuencia admirable sobre todo cuando hablaba de las miserias humanas de los grandes: “¡Oh, cuánto he habitado en esos palacios! —decía a una muchacha digna de escucharla—, ¡oh, si supiéseis cuántas miserias y cuán- tas angustias se recelan! Nunca veo una de éstas sin sentir el corazón oprimido”. Pero cuando el efecto de sus pala- bras era soberano era cuando hablaba de los pobres y de sus miserias. Una vez en París, solicitada por la amis- tad de un hombre de bien, M. Degerando, penetró con la autorización del Prefecto en la prisión de San Lázaro, y allí se encontró en presencia de la porción verdadera- mente más enferma de la sociedad. Comenzó a hablar ante aquellas mujeres asombradas y pronto conmovidas presentándoles las llagas de los poderosos, Llamó a su corazón, se confesó también gran pecadora, y habló de ese Dios que, como ella decía con frecuencia, la había recogido de entre las delicias del mundo. Esto duró varias horas; el efecto fué instantáneo, creciente, y no se oyeron más que sollozos y palabras de reconocimiento, Cuando