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376 MADAMA DE KRUDNER

te asustada, y que ha puesto familiarmente la mano de Gustavo sobre su corazón, pero que en cuanto siente ma- yor terror se precipita en brazos del conde. “¡Oh! —ex- clama Gustavo— entonces vi cuán poco era yo y la dis- tancia que nos separaba”. Cuando Gustavo se va sólo con su herida a las montañas, cuando, durante los meses de otoño que preceden a su muerte, se embriaga perdida- mente con sus ensueños y sus dolores, cuando se convierte casi en René, se compara con el almendro desterrado en medio de aquella vegetación salvaje, que ha dado flores que el viento ha dispersado. ¡Cómo vemos en esto a la frágil y tierna adolescencia echada al borde del abismo, a la naturaleza de un alma amable, mística, ossianesca, pariente de Swendenborg, amante del sacrificio, a ese hombre joven que como René sobrepasa a su edad, que no ha sabido tener ni talento, ni felicidad ni defectos, pero que el conde con una voz menos austera que el Padre Aubry para Chactas, convidaba solamente a esos dulces afectos que son las gracias de la vida y que funden juntas nuestras virtudes!... Gustavo, que en ciertos mo- mentos de su entusiasta soledad se asemeja a Werther, e iguala casi esta voz elocuente y poética en esta especie de himno que entona: “Me paseo por estas montañas perfumadas por el espliego...” Gustavo se diferencia a tiempo y continúa siendo el mismo, desechando la idea de hacerse piadoso, inocente y puro hasta su extravío, siendo original en su desesperación. En una palabra, Gus- tavo logra verdaderamente dejar en el alma del lector, como en la de Valeriana, lo que él ambiciona más, algunas lágrimas solamente, uno de esos recuerdos que duran toda la vida y que honran a los que son capaces de tenerlos. Monsieur Marmier, que ha escrito un trozo muy sentido! acerca de Madama de Krudner, ha observado en Valeriana numerosos pensamientos hondos y religiosos, que hacen presagiar a la mujer venidera bajo los velos de la pri-

1 Revue Germanique, julio 1833.