372 MADAMA DE KRUDNER
cierta forma discreta francesa. Lo que al principio tenía la intención de una oda de Klopstock acaba con los sonidos de Berenice.
Delfina es ciertamente un libro lleno de potencia, de pasión, de detalles elocuentes, pero el conjunto deja mu- cho que desear, y a medida que avanzamos en él, la im- presión del lector es con frecuencia confusa y desconcer- tada. Por el contrario, los libros que son ejecutados según el propio pensamiento, y cuya lectura compone en nuestra imaginación como un cuadro que se termina con el último trazo, sin que el lápiz se rompa y sin que los colores se mezclen, estos libros, cualquiera que sea su dimensión, tienen un valor artístico superior, pues ellos mismos se completan. El otro día leí en una compilación de pen- samientos inéditos: “La facultad poética no es otra cosa que el don y el arte de producir cada sentimiento verdadero, en flor, desde el lirio real y la dalia hasta la margarita”. Lo que queda dicho de la poesía puede apli- carse a toda obra creada y compuesta, en la que la idea de lo bello se refleja. Eugenio de Rothelin es, ciertamente, un cuadro de dimensiones pequeñas, y si se quiere, de menor alcance que Delfina, pero es una obra maestra en su género. Un riachuelo, con ondas perladas, encauzado a maravilla y corriendo sobre un lecho de arena fina bajo una atmósfera transparente, tiene su valor intrínseco, y como belleza a los ojos de un pintor es superior al río más ancho, desigual, cortado y de repente cubierto de niebla. Si nos atenemos a los maestros, Juan Jacobo, queriendo recomendar por sus delicadezas la cuarta parte de su Nueva Eloisa, no ha desdeñado compararla con la Princesa de Cleves y parece visar a ésta como modelo. Tenía razón, y hoy, como encanto si no como potencia, La Princesa de Cleves está acaso por encima de La Nueva Eloísa; así Eugenio de Rothelin, Valeriana y Adolfo son obras de una calidad y de un valor mayor que su volumen. Valeriana, además, en el orden de los pensamientos y de