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366 MADAMA DE KRUDNER

vista y nuestras conjeturas van más allá de nuestro siglo y de los precedentes. Era como una santa de la Edad Me- dia, una santa del Norte del siglo XI, una Santa Isabel de Hungría, o una hermana del gran maestre de los Ca- balleros porte-glaive, que, desde el fondo de su Livonia, atraída hacia el Rin, y mucho tiempo unida a las delicias de la corte, habiendo amado e inspirado a los ilustres minnesinger del tiempo, habiendo hecho alguna novela en verso como un poeta de la Wartbourg o más bien ha- biendo querido imitar a nuestro Chrestien de Troyes o a algún otro famoso trovador en rima francesa, en lengua la más deleitable entonces, habría por fin vuelto sus ojos a Dios, a la penitencia, habría renegado de todas las ilu- siones y las adulaciones que la rodeaban, habría predicado a Thibaut, habría consolado (e las calumnias y santificado a Blanca, habría entrado en una orden que ella refor- mara, y cual otra Santa Clara siguiendo a San Francisco de Asís, habría conmovido como él a las muchedumbres, y hablando en el desierto a los pájaros.

He aquí, en efecto, a Madama de Krudner, tal como hubiera debido ser para cumplir su destino, para no ser solamente una novelista encantadora y luego una ilumi- nada que hizo sonreír cuando en la segunda mitad de su vida quiso entregarse sin reservas a Dios, a la limosna y la obra de la santa palabra, de la salud y del renovamiento del mundo. Mas, ¿qué hacer? Había nacido en pleno siglo xvi; los descendientes de la orden teutónica se ha- bían vuelto luteranos, Luterana pues, y luego mujer de un embajador, tuvo que cruzar esta vida mundana de escepticismo y de placeres, y cuando pudo escapar, cuando la llama de los sucesos vino a prender en esta alma fer- viente bajo cubierta tan frágil, y le hizo creer que había liegado la hora de predecir y de consolar, vió que muy pocos la escucharon; que fué como la profetisa estéril de Tlión en cenizas; que los mismos de que su rápida elocuen- cia se apoderaba, como el polvo que la nube levantó, en