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RETRATOS DE MUJERES 339

ocultaba con sus dos manos, es la verdadera corona de la humildad. He aquí su gloria cristiana que los otros defec- tos no deben obscurecer. Tenía sus enemigos y sus envi- diosos, y cuando llegaban hasta ella palabras insultantes lo sufría todo diciendo a Dios: ¡Mortifícame más! Un día que iba en silla de manos desde las Carmelitas a Saint- Jacques-du-Haut-Pas, fué abordada por un oficial que le pidió no sé qué gracia. Ella le contestó que no podía, y entonces el hombre, encolerizado, replicó en términos in- solentes. Sus servidores iban a echarse sobre él: “¡Dete- neos —gritó—, no le hagáis nada; merezco mucho más!” Si indico al lado de tan gran virtud las otras pequeñeces persistentes, no es para desvirtuar esta penitencia profun- da y sincera, sino para poner de relieve las miserias obs- tinadas de estas elegantes figuras !.

1 En la rica correspondencia manuscrita que posee la biblioteca de Troyes, encuentro numerosas cartas de M. de Pontcháteau a su hermana la duquesa de Epernon, en la que habla de Madama de Longueville. Monsieur Pontcháteau, penitente en Port-Royal, quería atraer a su hermana ya retirada al Val-de-Gráce. El ejemplo de Madama de Longueville es citado con frecuencia: “Madama de Longueville no tiene más que dos lacayos: ¿no sería esto bastante para vos? ¿cuando estáis en Val-de- Gráce qué hacen vuestras gentes en la casa?” Mas citaré algunos párrafos sobre la muerte de nuestra penitente para que sea conocido el rigor de Monsieur de Pontcháteau y que se vea el precio que tiene en sn boca cual- quier clogio: “1% de abril de 1679, He aquí, pues a Madama de 'ongueville que se ha marchado a ese gran viaje de la eternidad del que nu se vuelve Jamás. Las muertes de estas personas que tienen una gran categoría en el mundo, y, sobre todo, con las que tememos relaciones, nos conmueven un momento, pero la impresión se borra bien pronto y ni siquicra trata- mos de retenerla. Durante algún tiempo no se hablará de otra cosa... Creo que será dichosa y que Dios habrá tenido misericordia de ella. Amaba mucho a la Iglesia y a los pobres, -que son los dos objetos de Nuestra caridad sobre la tierra, y me acuerdo haber visto cantidad de cartas en el comienzo de su conversación llena de sentimientos de huma- nidad y penitencia, Las penas soportadas durante un año le han servido de expiación...” Y, en otra carta, del 22 de abril de 1679: “No me gustan las exageraciones, pero es preciso confesar” de buena fe que ha habido cosas bastante singulares en la penitencia de Madama de Longueville, y que, al principio, muy frecuentemente, se acostaba en el suelo, se disci- plinaba y llevaba un cinturón de hierro. Y en cuanto al “espíritu, sé de ella muchas cosas que pocas personas saben, y que eran muy humillantes. No es que quicra hacerla pasar por santa y que la suponga gozando ya de la presencia de Dios, pues cuanto ocurre en la otra vida para nosotros está oculto. Mas es cierto que se ven pocas personas de su clase abrazar este género de vida y vivir firmes hasta el final en las grandes verdades de la religión, en un gran desprecio de sí mismo, que se observa en la sencillez de sus vestidos y en la uniformidad de sus deberes. ¿Tenía sus debilidades? ¿Quién no tiene ninguna? Ella las veía y las odiaba, y esto