338 MADAMA DE LONGUEVILLE
de Autun, Roquette, el mismo que se supone no era ex- traño a la idea de Tartufo, y del que decían que los ser- mones que predicaba eran bien suyos porque los compraba. Madama de Sévigné (carta del 12 de abril de 1680) alaba de extraña manera y no exenta de ironías a esta oración fúnebre que no permitieron imprimir; lo que era más elo- cuente que las frases de Roquette en este aniversario de la señorita de Longueville, eran las lágrimas de la seño- rita de La Rochefoucauld que lloraban a su padre, Mada- ma de La Fayette a quien después de la ceremonia Mada- ma de Sévigné visitaba y encontraba llorando, pues Ma- dama de Longueville y M. de La Rochefoucauld habían muerto el mismo año. “¿Mucho había que pensar sobre estos dos nombres!”
Nuestros dignos historiadores de Port-Royal han dicho muchas banalidades y pequeñeces acerca de Madama de Longueville. La calidad de Alteza serenísima la alucinaba. Cuando hablan de ella, o de la señorita de Vertus o de Monsieur de Pontcháteau, no se agotan, y en la uniformidad de la alabanza, en la plenitud bien legítima de su conoci- miento, no se les puede pedir el discernimiento de los carac- teres. Se ve en un pequeño fragmento que sigue al Abregé de Racine, que no tuvo tiempo de fundir y de disimular con el relato, que Madama de Longueville había guardado hasta sus últimos años, la gracia, la sutileza, y, como decía Bossuet de las personas vueltas al mundo, la insinuación en las conversaciones, y conservando los prontos impulsos, los cansancios y los excesos de sospecha: “Ninguna vez estaba celosa de la señorita de Vertus que era más igual y más atrayente”. En fin, ¿por qué extrañarnos? Hasta en el frío abrigo de los claustros, hasta en las losas funerarias a las que pegaba el rostro, continuó siendo la misma, y aunque en una esfera más depurada, siempre existieron para ella los mismos enemigos y la continuación secreta de los mismos combates.
La verdadera corona de Madama de Longueville en estos años, y que es preciso reverenciar tanto como ella la