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RETRATOS DE MUJERES 331

alma, le parece sospechosa. Teme no ser dócil más que en apariencia y porque al obedecer nos hacemos agrada- bles y recuperamos la estimación que perdimos. Le pa- rece ver hasta en esta docilidad el orgullo que se trans- forma, si se puede decir así, en un ángel tutelar. Asus- tada, se detiene y no puede sino exclamar postrada en el suelo: Sana me et sanabor.

Pero una carta que recibe de M. Singlin, y que lee des- pués de haber rezado, la consuela, pues la prueba que este servidor de Dios no desespera ni de ella ni de sus llagas. Yo podría, si aquí fuese oportuno, multiplicar los extrac- tos, y presentar sin afeites, en toda su utilidad ingenua y en su negligencia envejecida, esas delicadezas de concien- cia de un talento antes tan pujante y tan soberbio y entonces tan abatido y como abismado. Se conoce ya, se describe y se muestra al desnudo. Su descripción, en un momento, concuerda exactamente con lo que dice Retz, y casi parece contestarle. He aquí la traducción cristiana y moralmente rigurosa de este rasgo de apariencia encanta- dora. Una vez más pido perdón por haber olvidado este relato. Aun siendo indignos de ellos, cuando entramos en el fondo de las cosas, nos sentimos tentados de decir como Bossuet hablando del sueño de la Princesa Palatina: Me complazco en repetir estas bellas palabras a pesar de los oídos delicados; ella borran los más grandiosos discursos y no querría hablar más que este lenguaje.

“Al recibir la carta de M. Singlin, que me ha parecido muy extensa —escribe Madama de Longueville—, por lo que me hacía esperar muchas cosas relacionadas con lo que es ahora mi preocupación, la abrí rápidamente, como mi naturaleza me impulsa a obrar cuando se trata de lo que me preocupa en el momento, y como (digo esto para ha- cerme conocer) me da una gran negligencia cuando no