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318 MADAMA DE LONGUEVILLE

miento, y su belleza puesta en jaque un momento no sufrió más que un pasajero eclipse. “Por lo que concierne a Madama de Longueville —dice Retz—, la viruela le había arrancado la primera flor de su belleza, pero le dejó casi todo su esplendor, y este esplendor junto con su languidez y su ingenio la hacían una de las mujeres más adorables de Francia”. M. de Grasse se creía más fiel a su condición de obispo, escribiéndole cuando estuvo resta- blecida: “Doy gracias a Dios por haber conservado vues- tra vida... En cuanto a vuestro rostro, otro se alegrará de que no haya sufrido agravio. La señorita Polet me lo ha dicho. Tengo tan buena opinión de vuestra prudencia, que creo que os habríais cousolado fácilmente si el mal hubiese dejado huellas. A veces, estos son signos que graba la Divina Misericordia para hacer comprender a las personas que tienen en mucho la belleza, que es una flor sujeta a marchitarse antes de tiempo, y que, por lo tanto, no pertenece a la categoría de las cosas que se deben amar”. El cortés obispo se extiende con tanta com- placencia sobre las huellas misericordiosas, porque sabía por la señorita Polet que no habían quedado en el rostro de Madama de Longueville.

Madama de Motteville va más lejos. Nos describe, después de este accidente, aquella belleza que consistía más en ciertos matices incomparables de la tez!* que en la perfección de los rasgos; aquellos ojos menos grandes que dulces y brillantes de un azul admirable, parecido al de las turquesas; y los cabellos rubios plateados que acom- pañaban profusamente esta maravilla, que le daban se- mejanza con un ángel. Además un talle esbelto, un no sé qué que llamaban buen aire, aire galante en toda su persona, y en todo, una extremada delicadeza. Ninguno

E recon cao carro coco Clycere nitor. Et vultus nimium lubricus aspicl,

(Horacio, Odas, I, XIX.) Una tez de perla,