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RETRATOS DE MUJERES 295

Una madre que cría a su hijo, una abuela a quien se venera, un padre todo ternura y nobleza, los corazones abnegados y rectos, no alambicados por el análisis, las altas frentes de los hombres jóvenes, las frentes cándidas y ru- borosas de las muchachas, estos llamamientos directos a la naturaleza, franca, generosa y sana, recomponen una hora vivificante, y entonces toda la sutileza del razona- miento ha desaparecido.

En el tiempo de La Rochefoucauld, y en torno de él, se hacían las mismas objeciones y las mismas preguntas. Segrais y Huet le encontraban más sagaz que justo, y este último observaba muy discretamente que el autor no había intentado ciertas acusaciones al hombre sino por no perder ocasión de revestirlas con algunas frases ingeniosas *. Por muy poco autor que pretendamos ser, siempre hay algo en un rincón de nuestra alma. Si Balzac y los académicos de esta escuela no han tenido nunca la idea sino para la frase, el propio La Rochefoucauld, estricto pensador, se sacrificaba a ello. Sus cartas a Madama Sablé, en el tiem- po en que escribía sus Máximas, nos lo muestran lleno del verbo, pero de preocupación literaria también. Esto era una emulación entre él y ella, entre M. Esprit y el abate de La Victoire: “Sé que dáis cenas sin mí y que hacéis leer sentencias que yo no he hecho; de lo que 10 me quie- ren decir nada...” Y desde Verteil, no lejos de Angulema: “No sé si habréis observado que el deseo de escribir sen- tencias se coge como el constipado; aquí hay discípulos de Balzac que han sentido un poco de este viento y va no quieren hacer otra cosa”. La moda de las máximas había sucedido a la de los retratos. La Bruyére se apoderó de esta última más tarde y reunió a las dos. Las postdatas de las cartas de La Rochefoucauld están llenas y sazona- das con las sentencias en que se ensayaba, que retoca y que sentirá haber escrito cuando el correo se haya mar-

1 Huetiana, pág. 251.