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262 MADAMA DE LAFAYETTE

cianas llegaron a ser la principal ocupación. En su bello y extenso jardín de la calle de Vaugirard, tan verde y tan embalsamado; en la casa de Gouville en Saint-Maur, en donde entra como amiga franca; en Fleury-sous-Meudon, a donde va a respirar el aire del bosque, la vemos enferma, melancólica, la vemos enflaquecer y ser devorada. Su vida durante veinte años se convirtió en una fiebre más o menos lenta, y las cartas dicen siempre lo mismo: “Ma- dama de La Fayette se va mañana a su casita cerca de Meudon en donde ha estado ya. Allí pasará quince días entre el cielo y la tierra, pues no quiere pensar ni hablar, ni contestar, ni escuchar; está fatigada de decir buenos días y buenas noches, todos los días tiene fiebre y el descanso la cura; así, pues, le es preciso reposo. Yo iré a verla alguna vez. M. de la Rochefoucauld está siempre en la silla como lo habéis visto; tiene una infinita tristeza cuya causa se comprende fácilmente”. Peor que la gota y que los otros males, para M. de La Rochefoucauld, es la au- sencia de Madama de La Fayette.

La tristeza que tal estado alimentaba, no impedía que sonriese y reapareciese en algunos momentos. Entre los remoquetes que aquella sociedad ponía a los suyos y que hacian de Madama Scarrón el Deshielo, de Colbert el Nor- te, de M. de Pomponne la Lluvia, Madama de La Fayette tenía el de la Bruma; pero la bruma desaparecía y se veían encantadores horizontes. Una razón dulce, resignada, me- lancólica, atrayente, reposada de tono, sembrada de pala- bras exactas y sorprendentes que se grababan en la me- moria, eran la base de su conversación y de su pensa- miento. Bastante tiempo he sido, decía aceptando su es- tado inactivo. Esta frase que la pinta de cuerpo entero, es muy bien de quien decía de Montaigne que le gustaría tenerle como vecino.

Una sensibilidad extremada y llena de lágrimas re- aparecía por instantes y repentinamente, a pesar de su sensatez, como una fuente brota en medio de un campo.