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240 MADAMA GUIZOT

de unos paseos por Languedoc y por el Mediodía a donde fué con M. Guizot en 1814. Había visto y habitado poco el campo, pero, en los últimos tiempos de su vida, estaba enamorada de los árboles, y así el más pequeño arbusto de Passy o del Bosque de Bolonia le producía una emoción vivificante.

Sin embargo, nunca ha descrito a la Naturaleza. Siem- pre pensó menos en describir y pintar lo que sentía que lo que pensaba. Ante todo amaba el arte viendo más bien el fondo que la forma, prefiriendo el pensamiento moder- no a la belleza antigua. Su idea ingeniosa y acaso muy verdadera, era que la sensibilidad no acepta las obras de arte sino apartándose un poco de la vida. Leo en un trozo del 17 de julio de 1810: “Nuestra llama se enciende con el fuego del sentimiento, ha dicho el poeta de La Métro- manie, y yo creo que la sensibilidad puede considerarse como el alimento de la poesía; pero cuando no está em- pleada en otra cosa y que toda está al servicio del poeta, sirve para despertar su imaginación y no para abstraerla. Sin duda es preciso que un poeta sea sensible, pero no sé si será conveniente que se conmueva”. Y continúa recha- zando o interpretando el verso de Boileau sobre la elegía. Esta idea que tenía de una especie de ilusión o casi de mentira inherente al arte, no le impidió, al final, quedar absorta ante ciertas representaciones o lecturas... Como persona amiga de realidad, de prácticas y de pruebas no se dejaba arrastrar de buen grado ni por el dolor ni tam- poco mecer en la región ideal. M. de Rémusat ha citado de ella esta patética confesión (1821): “El efecto de las obras de arte debe estar desligado de toda idea de realidad, pues en cuanto ésta existe la impresión se turba y llega a ser insoportable. He aquí por qué no puedo soporta en las novelas o en los poemas y bajo los nombres de Tancredo, Otelo o Delfina, el espectáculo de los grandes dolores del alma o del destino. Por fortuna o por desgra-