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210 MaDAMA ROLAND

Los cuatro o cinco años que pasan desde la muerte de su madre hasta su unión con M. Roland, son para ella rudas, terribles y mezquinas pruebas. Su padre se arruina y ella, sabiéndolo todo, quiere sonreír ante el mundo y ante su padre, y disimular: “Preferiría el silbido de los dardos y los horrores de la lucha —exclama—, al ruido sordo que me destroza. Esto es la guerra del bueno contra la suerte”. Acababa de leer a Plutarco o a Séneca, cuando protirió esta frase estoica; pero también había leído a Ho- mero cuando decía sonriendo: “La alegría perfora mis penas y sale como un rayo de sol que perfora las nubes. Gran necesidad tengo de la filosofía para prepararme contra los grandes asaltos que se preparan. He hecho gran provisión, y estoy corro Ulises en la higuera espe- rando que el reflujo me traiga mi barca”.

Monsieur Roland, que había hecho un viaje a Italia, al pasar por París lo visita poco, y ella está poco interesada. Una vez soñó con él; pero nada sentimental. Así escribía a las dos hermanas: “Decididamente es un hombre ocupado y que se prodiga poco”; y ella, que tan aficionada es a ha- cer el retrato de sus amigos, no intenta hacer el suyo; lo ve con anteojo y nada le hace suponer que esté de regreso de Italia. No se habla así de un indiferente, y es buena señal que M. Roland, prudente observador, no se inquieta gran cosa, y avanza tardío, pero seguro, como la razón y como el destino.

En esta parte final de la Correspondencia, en medio de las vicisitudes familiares y de las desgracias que sitian la existencia de la que ya no es una muchacha, resalta una cualidad nunca bastante alabada, un no sé qué de sano, de probo y de valiente emana de estas páginas; obrar, ante todo obrar. “Es cierto —se complace en re- petir— que el principio del bien reside únicamente en esta preciosa actividad que nos saca de la nada y nos hace aptos para todo”. De este amor al trabajo nacen según ella la estimación, la virtud, la dicha, todas aquellas cosas