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206 MADAMA ROLAND

la había confinado. Su vida desborda y ella se compara con un león en una jaula; debía haber nacido mujer ro- mana o espartana u hombre francés. Osemos citar uno de sus deseos, después realizado por muchas heroínas céle- bres: “Ven a París —escribe a la dulce y piadosa Sofía—, nada vale más que la estancia en donde las ciencias, las artes, los grandes hombres de toda especie, los recursos de todas clases, se reúnen hasta colmar nuestro deseo. ¡Cómo pasearíamos y qué estudios haríamos juntas! ¡Oh, cómo me gustaría conocer a los hombres hábiles de todo género! Algunas veces me siento tentada a ponerme un pantalón y un sombrero para poder ver los bellos resul- tados de todos esos talentcs, Cuentan que el amor y la abnegación impulsan a la mujer a tal disfraz... ¡Ay! Si yo razonase un poco menos, y si las circunstancias me fuesen un poco favorables, tendría bastante valor para hacer otro tanto. No me extraña que Cristina haya aban- donado el trono para vivir apaciblemente' ocupada de las ciencias y de las artes que la encantan... Sin embargo, si yo fuese reina, sacrificaría mis gustos al deber de hacer dichosos a mis súbditos... ¡Sí, pero qué sacrificio! Bah, no me entristece el no llevar corona de reina,-aunque me falta mucho para ello... Mas, charloteo sin ton ni son; te amo siempre igual, adiós, adiós”. La amistad con Sofía y las cartas que le escribe durante los primeros meses de 1776, participan de este conflicto de emociones. Ella mis- ma lo confiesa y nos da la clave de esta complicación: “¡Ay, Sofía, Sofía! Juzga hasta qué punto estará arraiga- da en mí tu amistad si te digo que es el único afecto que no está cautivo!”

Pero Sofía sola no bastó, y hacia mediados del año de 1776, se nota un descenso y se oye una ligera queja: “Sofía, Sofía, tus cartas se hacen esperar mucho...” Al mismo tiempo que pensaba en La Blancherie y en Amiens, pensaba en el claustro; Sofía había tenido la idea un mo- mento de hacerse religiosa, Las dos amigas no eran ya