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200 MADAMA ROLAND

produjera la ausencia de su amiga. Si un domingo en el mes de mayo, al salir de la misa del convento iba a pa- searse con su madre al Luxemburgo, comenzaba para ella un ensueño, el silencio y la calma de este jardín entonces campestre y solitario, no eran interrumpidos para ella más que por el ligero estremecimiento de las hojas. Sentía la ausencia de Sofía durante este paseo delicioso, y en las cartas siguientes el tinte del sentimiento era más acen- tuado; palabra de entonces, y color reinante durante la mitad del siglo xvir. Pero la alegría natural y un gozo inocente corregían en seguida esta languidez, la calma y equilibrio se sostenían, y repitiendo alguna oda rústica de Thomson, o moralizando sobre las pasiones que deben corregirse, añadía con una gravedad encantadora: “Yo encuentro en mi religión el verdadero camino de la felici- dad; sumisa a sus preceptos, vivo dichosa; canto a mi Dios, a mi dicha y a mi amiga, canto sus alabanzas en mi guitarra y encuentro regocijo en mí misma”. Y es que ella estaba todavía en la primera estación, en los prime- ros días de mayo del corazón.

Un viaje de Sofía a París, y la viruela, fueron causa de la interrupción de esta correspondencia. La viruela era frecuentemente, en las muchachas, síntoma de su entrada en la edad de emociones. Era como un temible juicio de la naturaleza que dejaba intacta u hollaba cada beldad. La señorita Philipón era una de esas bellezas que no temen a ninguna prueba y apenas restablecida de su larga con- valecencia, tuvo los pretendientes a cual mejor y más enamorado. “En cuanto una muchacha —escribe en sus Memorias— llega a la edad de su desarrollo, los preten- dientes revolotean en torno de ella como las abejas en torno de. la flor recién abierta”. Pero, al mismo tiempo que escribe tan bonitas figuras, se burla de este enjambre de hombres casaderos que hace desfilar ante nuestra vista con gran regocijo por su parte. Se diría una heroína de Juan Jacobo, tal como éste se complace en situarlas en el