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196 MADAMA ROLAND

sabía tan bien regular sus deseos, que nunca pareció con- tradecirse. ¡Qué interesante es adivinar el genio a través de la vida doméstica en personas en las que está pronto a resurgir o que no resurgirá jamás! ¡Cuántos Hampden —dice Gray en su Cementerio de aldea— duermen des- conocidos bajo el césped! Muchas veces he intentado figu- rarme lo que sería el cardenal Richelieu restringido por la vida doméstica; acaso un mal vecino o, hablando vulgar- mente, un mal cucheur!. Bonaparte, en vísperas del 95, puede dar una idea aproximada cuando sin empleo lanza sus afirmaciones originales ante Burrienne y Madama Permon. ¡Qué raros son los seres que parecen buenos y excelentes en la vida privada y grandes en la pública, como Wáshington y Madama H.oland!

Hay que tomar una precaución al abordar estas cartas para no tener un poco de desencanto: es preciso saber la preocupación y los deseos de la muchacha que las escri- be. En algunas páginas asistimos a ejercicios de retórica y de filosofía. La joven Phlipon, en su ávido deseo por saber, en su instinto del talento, lee a toda clase de auto- res, hace extractos de las lecturas, y estudiando, se corres- ponde con su amiga: “Pues —dice muy juiciosamente—, no se aprende nada cuando no se hace más que leer; hace falta sacar la substancia, lo que se quiere conservar, es preciso penetrarse de su esencia”. ¡Talento fuerte y raro en el que todo era natural, aun la misma educación! Ella habla en sus Memorias de lo que llama extracto de sus Obras de Muchacha, que no son sino estas cartas. Unas veces analiza un tratado de metafísica, otras a Delolme en doce páginas (lo que es un poco largo), y otras intenta escribir una elegía én prosa. Comienza a formar su estilo, en el que las frases reputadas elegantes y los epítetos del diccionario, como cascabel de la locura, dócil discípula del indolente Epicúreo, alocado hijo de la risa, abundan a ve-

1 Cascarrabias.