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168 MADAMA ROLAND

las exaltaciones que en este sentido se van idealizando, es preciso moderarlas, pues esta mujer es, sencillamente, un personaje histórico y majestuoso.

Está pintada por su propia mano de una manera que hace desechar toda intención de describirla. Si no se tie- nen algunos rasgos originales que añadir, como los po- seían Lemontey y varios otros contemporáneos que la han visto, no hay más que ajustarse para lo esencial de su persona, a sus deliciosas e indispensables Memorias. ¿Cómo contar la vida de Juan Jacobo, su niñez, sus co- mienzos tan penosos, sus bellos años; cómo describir las particularidades de su fisonomía de mozuelo después de sus Confesiones? Lo mismo podemos decir de Madama Roland. No se debe pasar el lápiz sobre el hermoso dibujo de esta figura fina y atrevida, grandiosa y elegante, son- riente y genial; no se debe querer trazar el perfil sencillo y sombrío, modesto y orgulloso; osar el retoque de esos días de la niñez que ella pintó con colores tan distintos y tan frescos, con todos sus encantos, a través de las verjas de la Abadía o de Santa Pelagia, desde el taller de su padre en el muelle de las Lunettes, y el pequeño rincón favorito del salón que había elegido para su vivien- da; desde las lecciones de catecismo en la iglesia de San Bartolomé, la retirada al convento de la calle Nueva de San Esteban y sus paseos por el Jardín de Plantas, hasta su permanencia dichosa y recogida en casa de su abuela Philipón en la isla de San Luis; su vuelta a la casa paterna cercada al Puente Nuevo y sus excursiones en domingo al bosque de Meudón. Todo esto está hecho y no hay más que leerlo. Esos detalles tan frescos, tan afortunados en ingenio y en expresión; esos inocentes y hondos recuerdos que se mueven en el fondo sangriento y fúnebre que les rodea y les estrecha hasta aplastarlos, forman una de las lecturas eternalmente encantadoras y saludables, las más propicias para templar el alma y para exhortarla a la fortaleza,