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160 MADAMA DE STAÉL

allanado todos los caminos, le habría abierto las puertas de todas las ciudades; pero ni un instante pensó en ello, y en su ingeniosa sutileza sólo se le ocurrió desearle una buena nodriza. Los Diez años de destierro pintan con gran realidad las vicisitudes de esta época suya tan agitada, y la vemos estudiando sin cesar el plano de Europa como si fuese el plano de una gran prisión de la que quisiera evadirse. Todos sus deseos tendían hacia Inglaterra y, sin embargo, tuvo que ir a San Petersburgo.

En esta disposición, y después de una crisis resuelta, y de una gran madurez interior, la Restauración trajo a Fran- cia a Madama de Staél. Había visto en Inglaterra a Luis XVIII y anunció a un amigo: “Tenemos un rey muy favo- rable a la literatura.” Le agradaba este príncipe cuyas Opiniones moderadas le reccrdaban algunas de su padre. Le había convertido completamente a la política inglesa, en esta Inglaterra que le parecía por excelencia para la vida familiar y para las libertades públicas. Se la vió volver calmada, más circunspecta, llena de impetuosidad generosa hasta el último momento; pero adepta a las opiniones se- iniaristocráticas que no había profesado nunca desde 1795 a 1802. Su hostilidad contra el Imperio, su ausencia de Francia, el frecuentar soberanos aliados y a sociedades extranjeras, la extremada fatiga del alma que rechaza las impresiones menos atrevidas, contribuyeron a esta meta- morfosis. Madama de Staél, al envejecer, se acercó a las antiguas opiniones de su padre. Lo mismo que se observa que los temperamentos a medida que envejecen vuelven al estado primitivo de la infancia y pierden las variedades contraídas en el intervalo que media; lo mismo que las revoluciones tienen un fin más pequeño que el que se pro- ponían al comenzar, Madama de Staél, hacia el final de su vida, vino a refugiarse en un sistema mixto, más atempe- rado, casi doméstico para ella. Al aceptar Madama de Staél la Charte de Luis XVIII, vemos a la hija de M. Néc- ker volver a Saint-Ouen.