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152 MADAMA DE STAÉEL

bre feliz! le dije; y, ¿cuáles eran esas dulces voces? ¿qué ha oído? — Y como el delicado escrúpulo del paseante no me contestase más que a medias, me guardé de insistir. Dejemos a la novela, a la poesía de nuestros nietos los frescos coloridos de esos misterios; nosotros somos dema- siado vecinos todavía. Dejemos pasar el tiempo, formar- se de más en más la aureola sobre esas colinas, las cimas frondosas, murmurar confusamente las voces del pasado, y a la imaginación lejana embellecer un día, según su deseo, las turbaciones, los desgarramientos de almas, en esos edenes de la gloria.

Corina apareció en 1807. El éxito fué instantáneo, uni- versal; pero no es en la prensa que debemos buscar los testimonios. La libertad crítica, lo mismo que literaria iba a cesar de existir; Madama de Staél no podía, por esos años, hacer insertar en el Mercurio un interesante, pero sencillo análisis del notable Ensayo de M. de Barante so- bre el siglo XVIII. Se estaba, cuando apareció Corina, en vísperas y bajo la amenaza de esta censura absoluta. El descontento del soberano contra la obra*, probablemente porque este entusiasmo ideal no tenía fin práctico, basta- ba para paralizar los elogios impresos. No obstante, El Publicista, órgano moderado de la camarilla de M. Suard y de la libertad filosófica en la jurisdicción del ingenio, dió tres buenos artículos firmados D. D., que debían ser de la señorita de Meulán (Madama Guizot). Desde lue- go, M. de Feletz, en los Debates, continuó su enredo meticu-

1 “Si hay que creer una anécdota, dice M. Villemain en una de sus bellas lecciones sobre Madama de Staél, el dominador de Fráncia fué de tal modo herido por el ruido que hacía esta novela, que compuso él mismo una crítica insertada en el Monitor, Vituneraba vivamente el inte- rés extendido sobre Oswald y lo achacaba a falta de patriotismo. Se puede leer esta crítica amarga y espiritual”. He buscado en vano este artículo que probablemente no lleva el título directo de Corina. Dejo el placer de encontrarlo a los admiradores de la literatura napoleónica, que empiezan a descubrir en el héroe al primer escritor del siglo (Thiers, Carrel, Hugo, etc.). — Dejemos al César lo que le pertenece, pero no le llevemos todas las coronas,