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Kolesnikov se destacaba notablemente por su transpariencia; parecía iluminado por una luz interior.

Su barba negra pegada a la cara, y su misma gorra de ciclista, no desentonaban, embellecidas por la magnificencia de los resplandores celestes.

—¡Parece que le gusta a usted mirarse al espejo! exclamó Lina, que encontraba muy bien a Kolesnikov en aquel momento.

—Sí, y por qué no? El rostro es el espejo del alma.

—Los ojos, no el rostro—rectificó una colegiala.

Se entabló una conversación ligera, vacua y alegre. Kolesnikov tomó en ella una parte activa.

Gastaba bromas e invitaba a todo el mundo a ir al bosque para coger setas. Sólo Sacha, que le conocía, se había dado cuenta de las dos o tres largas miradas que había dirigido a hurtadillas a Eugenia Egmont. Si yo encontrara un asunto de que hablar con Eugenia, entablaría expresamente una conversación con ella—se dijo Sacha—. Si no, Kolesnikov va a imaginarse tonterías. Estaba enfadado, casi furioso, y se marchó en seguida a la casa, donde estaba ya servido el te. Antes de abandonar el jardín, miró una vez más el cielo amarillo que se veía a través de los árboles, silenciosos e inmóviles ahora. «A vosotros, el jardín no os dice nada», pensó sonriendo.

Los demás siguieron a Sacha y se dirigieron hacia la casa, cuyas ventanas estaban hospitalariamente iluminadas. Kolesnikov detuvo a Lina.