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Pero dígame, Alejandro Nicolaievich, ¿por qué me pregunta usted...?

En aquel momento sonó en el vestíbulo el timbre eléctrico. El abogado, hombre ya de edad, calvo, con el pelo casi blanco, se estremeció tan fuertemente que a Sacha le dió lástima de él. Y aunque eran las horas de consulta, y, por la voz de la criada, sabía se trataba de un cliente que venía a verle, el abogado se acercó a la puerta de puntillas y prestó oído. Luego, haciendo como que buscaba un libro en el armario, volvió lentamente a su sitio. Sus manos temblaban.

—¡Vivimos días terribles!—dijo, como para justificar su miedo—. Sí... ¿qué es lo que le preguntaba a usted?

—Me preguntaba usted por qué pregunto tanto por Kolesnikov—dijo Sacha, mirando las manos temblorosas, de uñas bien cuidadas, del abogado.

Pues porque me interesa, sencillamente.

—Sí, es natural. Es un hombre muy interesante.

Por supuesto, que yo no tengo el atrevimiento de mezclarme en... pero...

Bajó los ojos y dijo, tras una corta vacilación:

—Quiero solamente prevenirle a usted, Alejandro Nicolaievich... como amigo de Helana Petrovna y de toda su encantadora familia... que debe usted ser muy prudente con Kolesnikov. Es un hombre muy honrado, pero... va un poco demasiado lejos...

Ya en la puerta, despidiendo a Sacha, le dijo:

—Cosa extraña; hace ya dos meses que no tengo noticias de mi Franz. Verdad es que ustedes los