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de su hijo, se sentó al piano. En los primeros momentos estaba molesta, porque sus dedos, demasiado rígidos, le obedecían mal; pero pronto la arrastró por entero' la conmovedora ingenuidad de las notas. ¿Qué nombre podría darse al sentimiento con que una madre canta meciendo a su hijo? Es más profundo y más sublime que la plegaria. Cuando una madre canta meciendo a su hijo diríase que su mismo corazón pulsa las cuerdas de un instrumento mágico.

Helena Petrovna se volvió y lanzó una mirada sobre Sacha; estaba sentado, apoyada la cabeza en las manos, sumido en reflexiones desconocidas inspiradas por la música conmovedora.

Cuando se sopararon para ir cada uno a su habitación, Sacha alzó los ojos hacia su madre y preguntó:

—Mamá, ¿no tienes ni un solo retrato del padre?

Búscame uno; yo no lo he visto nunca.

Helena Petrovna le miró sin decir nada. Fué a su habitación, y volvió, un minuto después, con una gran fotografía. Sacha vió una figura rígida, como una estatua: era su padre, el general Pogodin.

El fotógrafo había borrado, como con una plancha, todas las arrugas del rostro, y el general parecía aún más rígido y severo. Su pecho cuadrado estaba cubierto de condecoraciones.