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sellesa rusa. Por qué hemos de contentarnos con las sobras de la mesa europea, o apechugar con nuestro himno fúnebre?...

En las tinieblas sonó la voz pregonera de Timojin:

—¡Lo oyes, Sacha? No habías aún gastado las botas con que acompañaste, llorando, el ataúd de arido...» tu —¡Los zapatos y no las botas, Timojin!

¡Tú si que eres una bota, Timojin!

—¡Declámanos el monólogo de Hamlet!

—Lo oyes, Sacha?

Pronto se extinguieron las risas y las voces. El viento helado soplaba desde el río. Durante unos minutos todo el mundo guardó silencio. Al otro lado del río una mano invisible apagaba los faroles de gas, no dejando encendido mas que uno de cada tres. Una voz femenina preguntó:

Han leído ustedes los periódicos?

—Sí. Diez y seis...

Otra breve pausa; alguien, con voz juvenil, dijo, como sacando conclusiones de sus pensamientos:

—Sí, queridos míos; tendremos que ponernos de nuevo a estudiar.

Algunos rieron.

—Lo oyes, Sacha?—preguntó una vez más Timojin, con tono trágico.

Se entabló una discusión. Pero Sacha se alejó de la montaña, ahora ya casi desierta. Alargaba cada vez más el paso, como si le estuvieran persiguiendo. Y a medida que se alejaba sentíase mejor.