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Si quieres que la acompañe tienes que venir tú con nosotros.

Lina se enfadó, pero acabó por aceptar aquel ultimátum.

. Así, pues, iban paseando los tres; Lina charlaba sin cesar; Sacha y Eugenia Egmont, del brazo, caminaban con paso solemne y callaban como muertos. A veces le parecía a Sacha que Eugenia Egmont apretaba ligeramente la mano contra su brazo; quizá se engañaba: ¡era tan leve aquella presión! Pero cada vez que esto ocurría, el corazón de Sacha se turbaba terriblemente, sus piernas flaqueaban y no veía el camino, hasta el punto de que hubo un momento en qué tropezó contra una piedra y pensó caer. Sintió una especie de venturose abandono y le pareció que no andaba, que se cernía por encima de la tierra, volando en el aire, cogido de la mano firme y cálida de Eugenia Egmont.

En este momento le preguntó ella:

—Ahora mismo ha pasado un vapor. ¿Lo ha visto usted?

—Sí, lo he visto—respondió Sacha, sintiendo de nuevo que se elevaba por encima de la tierra.

La miró con la mirada tímida de un condenado, y encontró en ella algo luminoso y bello; los ojos de Eugenia Egmont le miraban por debajo del sombrero. Y a través de aquellos ojos extraordinarios vió la noche primaveral; su belleza le conmovió hasta el punto de que hubiera querido rezar como en un templo.