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Sacha pensó con tristeza que Timojin, tan honesto, taciturno y torpón, se había convertido de pronto en charlatán y bromista; todo el mundo se burlaba de él, y, sin embargo, seguía haciendo el payaso.

—¡No debíamos haber venido aquí!—se dijo.

Pero en aquel momento se puso muy encarnado. Eugenia Egmont, inquietante en su belleza y en su silencio, le estrechaba significativamente la mano.

Era siempre respetuoso en extremo con las colegialas amigas de Lina, como con todas las demás mujeres. Este respeto frío paralizaba a las más atrevidas; cuando las saludaba o, con aire solemne, les ofrecía el brazo, mirándolas como si se dispusiera a decir misa o a recitar una poesía, ellas sentían que se paralizaba su lengua. Aunque todas las noches acompañaba a su casa, ya a una, ya a otra amiga de Lina, no había podido, hasta el presente, encontrar tema de conversación que no las desagradara o no turbara los sueños fantásticos en que viven las muchachas. Y por todo el camino iban callados él y su dama. Sólo se permitía de tiempo en tiempo una advertencia respetuosa:

—¡Cuidado, aquí hay piedras!...

No era para él agradable acompañar a las colegialas... Sobre todo a Eugenia Egmont, bella, soñadora, fina y melodiosa como una caña de las orillas del Nilo. Después de haberla acompañado la primera vez, sin que cambiaran una sola palabra, Sacha dijo firmemente a su hermana: