señarle el camino... Venga usted... ¡Sacha, preguntan por ti!
Sacha quedó algo extrañado al ver la barba negra, los pómulos amarillos y la espesa cabellera de su visitante. Frunció las cejas como si viera por primera vez a aquel hombre. Sin embargo, había en los ojos redondos y negros de Kolesnikov, también un poco asustados, algo de conciliador, como una antigua amistad de siempre: su mirada era franca y parecía referir toda la vida de aquel hombre ofreciendo un cariño sólido y constante.
—¡Pero están ustedes aquí lo mismo que en Venecia—dijo Kolesnikov, con voz grave de bajo, mirando a Lina y sonriendo—. Ahora, que mis góndolas—añadió señalando sus chanclos—están chorreando y voy a ensuciarles el suelo.
Lina, cambiando una mirada rápida con su madre, como para decirle «¡qué hombre éste!», respondió:
—Sacha y yo, cuando éramos pequeños todavía, construíamos rastrillos, con los que emprendíamos viajes marítimos por el patio.
—Vamos a mi cuarto—dijo, invitándole, Sacha.
Helena Petrovna, lanzando una mirada a la mesa, en la que Sacha se disponía a desayunarse, le dijo con tono de descontento:
—Pero todavía no has acabado de tomar el te.
¡Tomará, quizá, también una taza este señor?...
—Gracias, mamá; iremos a mi cuarto. Si quieres, mándanos dos tazas de te allí.
En la habitación de Sacha había una claridad des-