Quién está ahí?—preguntó Helena Petrovna. ¡Tengo miedo!
Le costó trabajo reconocer a Eugenia Egmont en aquella muchacha alta y esbelta que se encontraba en pie ante ella sollozando. Lina lloraba también.
Eugenia Egmont anduvo unos pasos; cayó de roillas ante Helena Petrovna; ocultó su rostro, bañado en lágrimas, en las manos trémulas de la anciana, y gimió:
—¡Mamita mía! ¡Mamita mía!
Helena Petrovna, rechazándola y moviendo la cabeza, gritó:
—Ha muerto Sacha? ¿Ha muerto Sacha?
—¡No, no!—exclamaron Lina y Eugenia a la vez. ¡Vive! ¡Vive!
—Pues si vive, ¿por qué lloráis?—dijo la madre casi con ira.
Y oprimiendo entre sus manos los débiles y flacos hombr de Eugenia, empezó a zarandearla sin compasión, gritando:
—Lo crees?... ¿Crees que hace bien, absolutamente bien? Di, ¿lo crees?
—¡Sí, mamita mía, lo creo! Soy su prometida.
¡Vengo a esperarle aquí contigo!...
A partir de aquel día, tres mujeres vestidas de negro interrumpían apenas con el roce de sus vestidos el silencio de las habitaciones obscuras. Andaban suavemente, sin tocarse, y hablaban con voz dulce y cariñosa. Las tres esperaban: la madre, la hermana y la novia.