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En Kamenka esperaba otro oficial de policía, joven, robusto, que olía a perfumes baratos. Había allí también agentes de la autoridad, algunos empleados del Estado y muchos curiosos. La muchedumbre se apretujaba alrededor de los cadáveres, como en el mercado.

A propuesta del oficial de policía, aficionado a los efectos teatrales, fueron atados a unos postes los cuatro cadáveres, en posturas belicosas: a cada uno se le puso en la mano, no sin trabajo, un revólver descargado.

De lejos producían verdaderamente el efecto de bandidos vivos y terribles sumidos en sus reflexiones, examinando la tierra bajo sus pies o disponiéndose a bailar: sus rodillas flaqueaban continuamente, a pesar de los esfuerzos que hacían los guardias por mantenerlos en una posición erecta. Pero cuando se los miraba de cerca, aquello era horrible; la muerte se presentaba en toda su abominación: las cabezas, demasiado pesadas para los cuellos, delgados y largos, caían impotentes sobre los pechos.

Tres días y tres noches estuvieron los cadáveres en aquella posición, como dando guardia a la aldea y amenazando con sus revólveres descargados. Por la noche, a la luz vacilante de las hogueras, no había gran diferencia entre los muertos y los vivos; los policías que estaban allí de centinela no se atrevían a acercarse demasiado a los cadáveres.

Aun no se sabía con seguridad si aquél era Sachka Yegulev o no. Algunos campesinos afirmaban