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Y ordenó que sacaran los cadáveres al calvero.

Los cadáveres fueron colocados en el sitio donde se encontraba la hoguera apagada. El oficial de policía, inclinándose sobre ellos y sosteniendo con su mano el brazo herido, se puso a mirar atentamente con sus ojos miopes. Aunque ya había bastante claridad y se veía bien, no podía distin— guir nada.

—¡Naturalmente!—balbuceaba. ¡Yegulev no está entre ellos! ¡Ahora habrá que correr de nuevo en su persecución por todo el distrito! ¡Vaya una gracia!

—¿No es éste Yegulev?—preguntó el subteniente, dando con el pie a uno de los cadáveres.

—¿Cree usted? Espere, vamos a ver...

Era verdaderamente difícil reconocer a Yegulev en aquel cadáver que tenía el rostro deformado, los dientes rotos y una mejilla desgarrada. Pero algo de hombre distinguido de ciudad había en él, en sus ropas y en sus manos finas, aunque negras, que le diferenciaba de los demás.

—Si no ha conseguido escapar, debe de ser él —dijo el oficial de policía, dudando, sin embargo.

Los dientes de Yegulev se veían a través de la mejilla, que por su desgarramiento parecía sonreír. El oficial de policía prorrumpió en juramentos.

—¡Te ríes, canalla!—gritó. Ahora puedes reír todo lo que quieras.

Luego, volviéndose a sus hombres, ordenó:

—¡Que venga Egor! ¿Dónde está? ¿Está escondido ese canalla?