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Desde la acera opuesta lanzó una mirada a la tienda y mentalmente se despidió de Samsonichev.

Luego pasó al otro lado de la calle, a la parte que consideraba como suya; la acera de enfrente, en su infancia, era desconocida para él, pertenecía a otros, casi como una nación extranjera.

Luego cruzó otra vez la calle. Aquí, la tapia de su casa. Aquí, la puertecita que da entrada al patio. Había que apartarse; podía encontrar a alguno de los suyos. Miró durante largo rato la puerta que en otro tiempo había franqueado mil veces y, conteniendo la respiración, estuvo esperando un momento a que alguien la abriera.

Dió la vuelta a la casa; se entró por una callejuela y llegó al lugar de la tapia desde doride solía mirar, cuando era niño, el camino blanco; por ese mismo sitio saltó, cuatro meses antes, para unirse a Kolesnikov y a Petruscha, que le esperaban. Kolesnikov y Petruscha habían muerto; pero la tapia seguía en pie, indiferente a la vida humana y a sus sufrimientos, a esta pobre vida humana tan frágil e incierta.

Sacha trepó por la tapia y saltó al jardín. Se refugió en una casita de piedra que estaba sin terminar y no tenía tejado. Antiguamente esta casita asustaba a Sacha y a Lina con los boquetes abiertos en sus flancos en el lugar de las ventanas.

Sacha permaneció allí una media hora; tan turbado estaba que no podía moverse. Se le oprimió el corazón cuando por entre los gruesos árboles seculares entrevió las ventanas de su casa. Estaban