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durante aquellos cuatro meses, ¡debían de haber ocurrido tantos cambios en casa de su madre!

Hasta el presente, Sacha no había pensado jamás que su madre podía haberse muerto de dolor, o simplemente de una enfermedad, o de un accidente.

Siendo aún niño, sentía una gran inquietud cuando su madre se retrasaba una hora más de lo convenido, y su imaginación infantil se agitaba presintiendo una porción de desgracias y de casos desventurados; ahora hacía cuatro meses que no la veía, plazo demasiado largo para la vida frágil de un hombre.

Con mucho cuidado para no llamar la atención acercóse a un farol de gas y miró su reloj de oro, que había heredado de su padre el general. No eran más que las siete. Sacha llegó a creer que su reloj se había parado, aunque durante aquel día le había dado ya cuerda dos veces. Pero no; no eran, en efecto, más que las siete.

Podía ir en seguida a su casa; pero, según el plan elaborado de antemano debía estar allí a las nueve, porque a aquella hora precisamente se tomaba el te, y era muy probable que Eugenia Egmont se encontrara también en el comedor. Además, ya que había tomado la decisión de estar allí a las nueve, Sacha no quiso alterarla.

Pero bien pronto se rebeló contra sí mismo.

—¡Qué locura!—se dijo casi en alta voz—. ¿Por qué precisamente a las nueve y no en seguida?

En rigor, allí mismo podría esperar.

Resueltamente, y con paso rápido y cauteloso, atravesó la plaza desierta y entró en la obscuridad