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Y al mismo tiempo recordó aquella noche lejana en que los Hermanos del bosque» cantaban El pequeño serbal, a la luz de la Luna, en el rumor monótono del arroyo; recordó la loca alegría y la salvaje belleza de Kolesnikov aquella noche, su conversación con él en la barraca cuando estaban ya acostados; recordó los rayos plateados de la Luna, que penetraban en la choza por la puerta entreabierta.

Todo aquello no existía ya. Petruscha había muerto; Kolesnikov había muerto; ahora acababa de enterrar al marinero.

—Te acuerdas del pequeño serbal, Fedot?—preguntó Sacha con una dulce sonrisa.

—Naturalmente que sí—respondió el otro con aire pensativo, como si tratara de transportarse a aquella época que parecía tan lejana.

Kusma Suchok miró un instante los ojos enormes y obscuros de Sacha, que expresaban tantos sufrimientos, y se asustó de ver los horrores que la vida podía engendrar. Slepen también agitó febrilmente sus ojos de bizco, fijando la mirada en Sacha; pero era demasiado estúpido para comprender su propio sentimiento vago, y acabó por decir con voz severa:

—¡La balalaika del marinero será para mí!...

Después de consultar a Fedot, Yegulev se decidió a ir al día siguiente a la ciudad a despedirse de los suyos. La muerte no quería esperar. Había que darse prisa.