cerola y un poco de dinero que pertenecía a la banda.
Todos se devanaban los sesos intentando comprender lo que había pasado. Slepen, con su estupidez habitual, declaró:
—¡Se ha ido con Soloviev!
—¡Qué imbécil eres!—dijo Fedot.
Y después de vacilar un instante, añadió tímidamente:
—¿Habrá ido, quizá, a entregarse a la policía?
Parecía extraño que el mismo Sacha, que le conocía tan a fondo, no comprendiera nada de esta huída. De lo único que estaba seguro era de que el marinero no los había abandonado por irse con Soloviev.
Esperaron hasta mediodía; luego, aburridos de estar inactivos, se pusieron a buscar al marinero.
Sin ningún plan preconcebido, andaban alrededor del albergue gritando:
—¡Andrés! ¡Marinero!
Sacha, sin esperanza de encontrarle, rondaba por entre los árboles, mirando hacia abajo como si buscara setas. Al fin halló al marinero. Sea por miedo a los lobos o por no poder resistir al atractivo de la muerte, Andrés Ivanovich se había suicidado muy cerca del albergue, a unos veinte metros de la hoguera. Era extraño que sus camaradas no hubieran oído el tiro.
El marinero estaba tendido de espaldas, con la cabeza oculta en la maleza y las piernas al descubierto; diríase que había buscado un sitio donde