taban borrachos. Poco después regresaron algunos de los fugitivos con sus coches; les daba vergüenza volver a sus aldeas con las manos vacías.
¡Ya es hora, Alejandro Ivanovich!—dijo el marinero, mirando su reloj.
Yegulev ordenó:
—¡Prended fuego!
Pero Eremey había puesto ya manos a la obra.
Soplaba con todas sus fuerzas sobre la llama, que había prendido en un haz de paja arrimado a la pared. Pronto la desgraciada propiedad ardía por todos lados iluminando la noche otoñal a una distancia por lo menos de diez verstas y lanzando al cielo nubes de humo rojizo. Bajo el siniestro resplandor se agitaban los «Hermanos del bosques y los campesinos. Gritaban, se injuriaban y cargaban en sus coches todo cuanto encontraban a mano.
Estaba ya la banda dispuesta a marcharse, cuando Sacha vió a algunos campesinos escondidos detrás de un enorme montón de trigo que, como torre, se alzaba en medio del campo; trataban de prenderle fuego. Entre ellos estaba Eremey.
—¡No valen nada estas cerillas!—gruñía. ¡Se apagan en seguida!
Sacha, lleno de asombro y de cólera, preguntó al marinero:
—¿Qué es eso, Andrés Ivanovich? ¿Quieren quemar el trigo?
—Así parece. Dejémosles. ¿Qué le vamos & hacer?
—¡La gente se ha vuelto loca!—dijo Kusma Su-