Y Petruscha, no está herido?—preguntó de repente.
Andrés Ivanovich, que estaba inclinado sobre él para oírle mejor, respondió:
—No, Basilio Vasilievich; no está herido.
Kolesnikov reflexionó un instante, fija la mirada en los ojos del marinero, y dijo:
—Habrá que darle la balalaika.
—Sí... Le voy a dar la mía.
—¿De veras?
Kolesnikov estaba visiblemente contento, y sonrió con los ojos al marinero.
—¡Es usted un verdadero intelectual!
Toda la mañana estuvo hablando de la balalaika, de Petruscha, del zapatero, y repetía la palabra intelectual, que probablemente le gustaba mucho.
Luego se olvidó de pronto de la balalaika, de Petruscha y del zapatero, y se puso triste; apartaba la vista de Sacha, y le miraba a hurtadillas. Finalmente hizo una seña Sacha para que se acercara.
Este se inclinó sobre él y le preguntó:
—Te sientes mal, Vasia?
—Sí. ¡Echalos a todos! Hacen demasiado ruido.
E indicó con los ojos a todos aquellos hombres creados por su imaginación, que llenaban la cabaña, hablaban en voz alta y se conducían como si estuvieran en una romería.
. —¡Echalos a todos!
—Sí; ya está. ¿Quieres agua?
—No. Ven más cerca.
Sacha obedeció.
SACHKA YEGULEY.
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