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fango; los pies se hundían en los charcos. La lluvia los azotaba en pleno rostro. Los relámpagos se sucedían casi sin interrupción, formando en el cielo deslumbradores surcos; los truenos sacudían la atmósfera con un ruido sordo y prolongado como de enormes carruajes rodando sobre una bóveda.

Sin los relámpagos hubiera sido imposible encontrar el camino.

Kolesnikov lanzaba gritos de alegría. Entre los truenos se llamaban unos a otros para no perderse en la noche negra. Vacilaron unos instantes antes de atravesar un puentecillo que se encontraba en su camino; el puente estaba lleno de agua. Kolesnikov entró el primero; el agua le llegaba a las rodillas.

—¡No importa, vamos de todos modos!—propuso con voz agitada el marinero—. Nos agarraremos a la barandilla.

—¡Imposible, el agua nos arrastrará!

—¡Probemos!

Lograron, con mucho trabajo, atravesar el puente, que se estremecía y se agitaba. Kolesnikov perdió el equilibrio y cayó; parecióle que tomaba un baño frío en una tina.

—¡Es delicioso! ¡Esto me refrescará!—exclamó.

Caminaron bajo la tempestad durante una hora.

Entraron en el bosque, que exhalaba un delicioso olor a aire húmedo; allí reinaba una calma impresionante. Por fin, hacia las dos de la mañana llegaron a su albergue, a la barraca, bien protegida y casi seca.

—¡Ya está aquí la cultura!—gritó con entusias.