niente, estaba negro como la tinta y cargado de gruesas nubes. La aldea, que poco antes, a la luz del Sol, parecía negra con sus tejados de paja podrida, estaba ahora como blanqueada, limpia, relyciente. Las calles, completamente desiertas: no se veía un alma.
—Vánonos, amigos míos—propuso Kolesnikov. Hace un tiempo soberbio. Daremos un hermoso paseo.
La proposición fué aceptada; se levantaron los tres.
—¡Os vais a poner hechos unas sopas!—les dijo su amigo. Además, truena fuerte. Os aconsejo que durmáis aquí. Si Basilio Vasilievich quiere absolutamente irse, que se vaya solo.
Pero no aceptaron la invitación. Cinco minutos después estaban ya fuera, caminando a grandes pasos a lo largo de los setos. Pronto se alejaron de la aldea y se internaron por los campos.
—¡Este aire es delicioso!—exclamó Kolesnikov, sintiéndose capaz de estar andando toda la noche.
—Es tarde—dijo el marinero, mirando su reloj.
—Sí? ¿Qué hora es?
—Las siete y media.
—¿Nada más? Yo creía que eran lo menos las nueve.
Y siguieron andando con paso alegre.
—¿Estás contento, Sacha?
—¡Ya lo creo!
Iban muy satisfechos de poder andar libremente, sin temor a la policía, sin el acompañamiento de