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Telepnev rió más furiosamente aún.

—¡Ah, la felicito a usted, señora! ¡Niega usted la justicia de Dios! Cuando se trata de nuestro Sacha o de nuestro Petia, el mismo Dios deja de existir, ¿verdad?... No, señora; su Sacha, su Sachenka, su niño querido es una fiera. ¡Sí, una fiera salvaje!

¿No ha leído usted en los periódicos cómo ese mismo Sacha Yegulev ha martirizado últimamente a un propietario rural para que le dijese dónde ocultaba el dinero? ¡Y le quemaba las piernas ese canalla! ¿Cómo califica usted eso?

Helena Petrovna se desplomó en la silla. El gobernador prosiguió:

—¿Y quién le cortó la cabeza al guarda de la estación y a toda su familia? ¡El, su buen Sache!...

¡Dios mío, si se lo contara a usted todo!... Pero ¿qué tiene usted? ¿Nada? ¡Me alegro, me alegro!... ¡Ah, pobre amigo mío, pobre general Pogodin! Felizmente, murió hace tiempo... ¡Y yo, que vivo aún para soportar estos horrores!... ¡No comprendo nada, se lo juro a usted!...

Helena Petrovna se levantó y dijo fríamente:

—¡Mi Sacha no ha hecho eso!

—No he de discutírselo.

—Y şi verdaderamente lo ha hecho, entonces..ha estado bien y tenía que hacerlo.

—¡Cómo!

Telepnev retrocedió algunos pasos, y de repente el terror penetró en su corazón. Era un terror casi físico, la angustia de un peligro inminente. Oyó súbitamente el silencio siniestro de la casa; vió las