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El gobernador, para darle tiempo de recobrar su sangre fría, se inclinó sobre la mesa y con una cólera fingida se puso a revolver los papeles. El silencio se le hizo insoportable.

—No dice usted nada, Helena Petrovna?

Helena se estremeció, produciendo un ligero ruido con su vestido de seda, y respondió con dignidad:

—Se lo agradezco a usted, mi general... Es usted muy amable.

—¿A qué amabilidad se refiere?—se preguntó Telepnev, muy contento de que la escena hubiera pasado sin gritos ni llantos.

Pero no se había acabado aún. Fustigando su cólera como un caballo perezoso, prosiguió Telepnev:

—Sí; vivimos días terribles... Helena Petrovna, no le he dicho aún todo lo que tenía que decirle.

Créame, si no fuera porque estimo y venero la memoria de su difunto marido... Por lo que yo sé, Sacha es un buen muchacho...

—Sí, mi Sacha, mi Sachenka, es un buen muchacho. ¡Le escucho a usted, mi general!

—Un buen muchacho—repitió Telepnev, y alzó con terror ambas manos—. ¿Cómo se explica ese bandidaje, ese bandolerismo, esa sangre vertida?...

Comprendería aún que tirara bombas o cometiera atentados con la browning... Naturalmente, esto también es abominable; pero, al fin..., se puede concebir... No, Helena Petrovna, yo no comprendo nada de esto... Siento que pierdo la razón, que me vuelvo imbécil.