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se decía Sacha—, un rostro como hay que tenerlo en estas circunstancias.

Habiendo pensado en sí mismo, Sacha se puso a pensar en los demás: en Kolesnikov, en su madre, en Petruscha, muerto por los soldados, y en los otros hombres a quienes él, Sacha, había matado.

Con la misma impasibilidad con que un momento antes examinaba su propia imagen, empezó a examinar primero la del joven telegrafista muerto en la estación, luego el cuerpo antipático y sanguíneo de Policarpo, derribado la víspera de diez balazos, y por último, el del soldado a quien mató también el día antes, cuando huía por el campo delante de los policías.

Aquellas imágenes veíalas como en la pantalla de un cinematógrafo. Desfilaron todas, incluso la balalaika de Petruscha, trágicamente muerto. Pero, cosa extraña, Sacha no experimentaba dolor alguno y podía decirse que no sentía ningún interés particular: las imágenes pasaban unas tras otras en la pantalla como ante una sala vacía en la que no hubiera ni un solo espectador. Ni las figuras de su madre, de Eugenia Egmont, de su padre, lograban conmoverle. Hacía esfuerzos por suscitar en su alma sentimientos tristes y melancólicos, pero sin conseguirlo. El pasado le dejaba frío; y el porvenir presentábase tan sombrío, tan obscuro, que Sacha no sentía ningún deseo de pensar en él.

Estoy petrifioado, pensaba tranquilamente, y encendió un cigarrillo. Observó con placer que sus manos eran fuertes, que su cuerpo era duro, que