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las hojas de los árboles. Las sombras, que hasta entonces habían ocultado los rostros, se disiparon y el fuego se reflejó en todos los ojos.

—¡Dadme algo de comer, brrum!—ladró Tomás. Tengo hambre.

Le dieron de comer. Sus dedos, cortos, rígidos e inflexibles, partían el pan trabajosamente.

Aumentaba el calor alrededor de la hoguera.

Sacha se separó un poco. El marinero tocó suavemente con sus dedos la balalaika; la conversación y la alegría, interrumpidas por la llegada de Tomás, se reanudaron. Los más próximos a Tomás miraban con curiosidad sus enormes pies desnudos terriblemente mutilados.

—Ando mucho, brrum—dijo a guisa de explicación. Ayer me corté el pie con un vidrio.

—Cántanos algo, Petruscha—dijo uno.

—No tengo ganas.

—Entonces toca algo... No hagas melindres, que Tomás tiene un deseo irresistible de bailar.

Fué una hilaridad general. El mismo Tomás sonrió.

Iván Gnedij se puso a contar un cuento fantástico. Los otros le oían con gran atención.

Kolesnikov, sentado cerca del fuego, estaba sumido en sus reflexiones. Se imaginó de pronto la ciudad con sus faroles de gas y las filas de casas.

Allí las gentes están sentadas en sus habitaciones bien amuebladas, ante la mesa. Algunos leen los periódicos... Están bien protegidos contra el viento y la lluvia. ¡Y decir que él mismo había vivido