se hallaba un inmenso bosque; pero para llegar a él había que atravesar corriendo un campo descubierto recién labrado.
—¡No tenemos tiempo que perder!—dijo severamente Kolesnikov.
Se puso en marcha. Los otros le siguieron.
Llegaron al puentecillo y se disponían a atravesar el arroyo, cuando oyeron, mezclado con el ruido de sus propios pasos, el de otros pasos más fuertes y regulares que venían de abajo.
Yegulev comprendió inmediatamente lo que significaba aquel ruido. Hizo señal a los suyos de detenerse y ordenó en voz baja:
—Escuchadme bien: atravesad el puente corriendo, luego torceréis a la izquierda y seguiréis corriendo hasta el bosque. En caso de que se os persiga, tirad. ¡No dejéis que os cojan vivos! ¡Adelante!
Abajo, los soldados y los policías avanzaban con paso lento, pesado y fatigoso: Era un destacamento que no sospechaba nada, ni siquiera sabía lo que había pasado aquella noche en la propiedad de Uvarov y se encontraba allí por casualidad. Los soldados no advirtieron en el primer momento de qué se trataba, cuando estalló en el aire tranquilo una salva mortífera y sintieron el silbido de las balas.
Los «Hermanos del bosque», que se encontraron de pronto frente al destacamento, tiraron casi a quemarropa. Varios soldados y policías cayeron; sus caballos, presa de pánico, se levantaron sobre las patas traseras o retrocedieron resbalando por