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veces la canción le causaba un sufrimiento punzante.

Una vez la cantaron Kolesnikov y Petruscha juntos. Todos estaban sumamente impresionados cuando los cantores, con sus voces fuertes y claras, entonaron por última vez las últimas palabras de la copla. Se hizo un silencio profundo. Y en medio de aquel silencio, suavemente, tratando de no hacer ruido, Yegulev se levantó y se fué hacia su sitio favorito, «el sitio del atamán», que así le llamaban los hombres. Media hora después, Eremey, andando casi de puntillas, se acercó al mismo lugar; hizo como que estaba allí por casualidad y se sentó al lado de Sacha, lanzando una mirada al abismo, en el fondo del cual se amontonaban ya las tinieblas de la noche; brindó a Sacha un ademán amistoso con la cabeza, y dijo dulce y afectuosamente:

—Piensas en tu madrecita, Alejandro Ivanovich?

Y aunque Sacha en aquel momento pensaba en otra cosa muy distinta, la pregunta de aquel mujik le reveló el verdadero carácter de sus pensamientos. Mirando a Eremey directamente a la cara, respondió:

—Sí, pienso en mi madre.

—Eso está bien... Piensa en ella, Alejandro Ivanovich. Nosotros no nos oponemos... Es muy natural que pienses en tu madrecita; ¡uno es hombre, qué diantre, y no una bestia! ¿No es verdad?...

Dime, Alejandro Ivanovich, ¿tiene con qué vivir tu madrecita?