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En general, aparte de la balalaika, Sacha no gustaba del ruido de las canciones y de las danzas, en las que se distinguía especialmente Vaska Soloviev.

Sacha prefería apartarse del bullicio. Encendía una vela en su barraca y se ponía a leer La niña Dorritt, único libro que había llevado consigo, porque era muy voluminoso y porque sus héroes, todos aquellos messieurs y mistress, le producían una impresión de estupidez.

Otras veces, cuando la banda comenzaba a divertirse, Sacha se internaba en el bosque buscando la soledad absoluta. A unas docenas de metros del albergue, precisamente en el borde de un profundo abismo, se hallaba el tronco de un viejo árbol derribado. Era el sitio favorito de Sacha; allí estaba en plena soledad. Mucho tiempo después aquel lugar fué conocido en la comarca con el nombre de «Abismo de Yegulev». Nadie se atrevía a seguirle cuando se dirigía a aquel sitio, y poco a poco toda la banda, por un acuerdo tácito, respetó religiosamente sus horas de soledad. Pasaba allí, a veces, noches enteras.

¡Es nuestro cerebro! Su cabeza trabaja. ¡Re— flexiona por todos nosotros, imbéciles!—decía Eremey, señalando respetuosamente hacia el sitio donde Sacha estaba sentado solo.

Pero cuando empezaban a cantar Mi pequeño serbal, Sacha no se iba. Amaba esta canción, que le llegaba al fondo del alma. Se comparaba con aquel arbolito que se hizo grande con el frío y la tempestad y se apiadaba de su propia suerte. A