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¡Qué idiota soy!—se decía mentalmente Kolesnikov—. ¡Esta palabra estúpida: charlar!» Se sentaba al lado de Sacha.

—Nada de particular... La cosa marcha, ¿eh?...

¿Estás contento, Sacha?

—Sí.

Se establecía un largo y penoso silencio. El rostro de Sacha permanecía inmóvil, con sus rasgos salientes demasiado plásticos; la mano del artista misterioso que había tallado aquel rostro muerto fué seguramente muy dura.

—Sufres, Sacha?

Sacha volvía la cabeza, sonreía tristemente y miraba a Kolesnikov, como una persona mayor mira a un niño que hace preguntas ingenuas.

—Sí. Pero parece que es preciso sufrir.

Kolesnikov sentía un malestar terrible al ver aquella sonrisa y al oír aquella voz fría, un poco irónica.

No encontraba nada que responder. Sacha tuvo lástima de él, y para romper el silencio penoso, dijo:

—Pronto tendremos cigarrillos. Habrá que buscarlos. Verdad es que yo fumo ahora mucho menos, probablemente a causa del aire fresco...

—¿Por qué no quieres hablar conmigo, hijo mío?

—preguntaba torpemente Kolesnikov—. Te has hecho como de piedra. Ya sabes que no me gustan las situaciones equívocas, y si tienes algo contra mí, dímelo francamente. Dame en pleno rostro; ésa es la mejor táctica.

—No tengo nada absolutamente contra ti. ¡Esas son tonterías, Basilio!

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