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Lo más extraño era que en medio de aquel desorden, de aquellos crímenes, saqueos e incendios, la vida cotidiana seguía su curso normal; los campesinos pagaban los impuestos, el tendero de la aldea vendía su mercancía, y los hombres, después de haber pasado la noche con la banda de Yegulev, iban al día siguiente al mercado de la ciudad y volvían cargados de panecillos y de golosinas. En la bando se fué creando poco a poco un singular estado de cosas imposible de remediar. Yegulev comprendía que su fuerza estribaba precisamente en tolerar aquel estado de cosas. Todo intento de reforma acababa en un fracaso y causaba un malestar. En la cima de su gloria y de su poderío, Sacha experimentaba con frecuencia un desasosiego, un desconsuelo cuya verdadera causa no comprendía; trataba de explicársela por el cansancio y por su peculiar modo de ser; pero en realidad no la comprendió bien hasta el último día de su vida.

La banda era visitada con frecuencia por soldados desertores, que encontraban siempre un protector en la persona de Alejandro Ivanovich; pero no permanecían allí mucho tiempo. Uno de ellos, un borracho de nariz roja, desertor desde hacía unos diez años por no haber querido aguantar un año más de servicio militar que le quedaba por hacer, disputó durante tres días con todos los Gnedij de la banda, fué cruelmente aporreado por uno de ellos, y huyó para continuar su vida de vagabundo. Otro soldado, ya de edad, llamado Kosarev, que había