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Y le besó en la boca.

Kolesnikov, que hizo como que aceptaba de mala gana aquella prueba de afecto, apretó la mano de Sacha y le susurró al oído:

—Sacha, mañana. Mañana iremos quizá a la muerte. Sacha, yo te defenderé con mi pecho. Bien, bien, cállate. ¡Ni una palabra! Volvamos con los nuestros... vamos a bailar...

Y presa de una excitación enorme, lanzó un grito penetrante:

—¡Ho... ho... ho...!

Este grito despertó a los pájaros, que asustados se pusieron a revolotear alrededor de sus nidos. El enorme bosque parecía demasiado estrecho para Kolesnikov, que hubiese querido abrazar la tierra entera. Las lágrimas le subían a los ojos, y en todo su ser sintió un inmenso dolor, grande y profundo como las llanuras celestes que se extienden en lo alto.

Alrededor de la hoguera reinaba una gran animación. Los presentes cambiaban sus impresiones entusiastas. Casi todos estaban ahora de pie. Soloviev era el único que permanecía acostado, cerca del fuego; pero estaba muy agitado también.

—¡Dios mío, qué voz!—exclamó Petruscha cuando Kolesnikov y Sacha se acercaron—. Arde como el fuego.

Iván, mirando pensativo al fuego, dijo melancólicamente:

—Haces mal en estar con nosotros; podías hacerte cantante y vivir como un rey.